Aún recuerdo con
intriga aquel caso: las joyas pertenecían a Doña Inés Fruto de Olivares. Notó
su falta esa mañana, al levantarse. El asunto no tenía explicación pues ella se
había quitado algunas al irse a dormir y, para cuando llegó la policía, todas las
puertas y ventanas estaban cerradas por dentro. La viuda empleaba a una mujer
para hacer las tareas caseras, la señora Ortiz, que si bien atendía hacía
veinte meritorios años la mansión, desde antes de la muerte de Don Olivares, se
transformó en la principal sospechosa al no estar presente.
La policía allanó de
inmediato su domicilio, encontró algunas pulseras que engalanaban un gran
charco sangriento y a la doméstica que yacía en el suelo sin vida. La sangre aún
manaba de un profundo tajo en su abdomen.
En ese entonces averigüé que ella compartía su morada con una sobrina lejana:
Ercilia, de muy mal carácter y con la que discutía frecuentemente por dinero, según
contaban los vecinos. Intenté hallarla antes que la policía, pero se esfumó y
creí que la cosa no se resolvería.
Sin embargo, al seguir
la búsqueda de temas, en un parte de la agencia de noticias, hoy me entero que
la detuvieron intentando abordar un avión. Sus huellas digitales aparecían en
el cuchillo asesino y la sangre de su tía en las joyas robadas que escondía en
un simple bolso. Lo que me provoca un escalofrío es leer que, mientras se la
llevaban, reía alienada con una carcajada de demencia y revancha.
En las necrológicas que
redacto no encuentro mayor interés fuera del hecho de que se cumplen diez años
de la muerte de Don Olivares, de modo que recorreré su gama de parientes en la
esperanza de encontrar una oveja negra cuyas trapisondas sean homéricas.
No lo podía creer. Mientras
armaba las columnas para editar, comencé por el recordatorio póstumo de Doña Inés
Fruto de Olivares, y advertí que más abajo, ocupando solo dos renglones,
pequeño, casi escondido, debía colocar otro que decía: tus hijos naturales Juan
y Ercilia hacen votos para que tu alma penitente
arda por toda la eternidad.
Sentí un escalofrío
premonitorio al saber de ese hermano inesperado de la asesina. Moví cielo y
tierra en el periódico hasta que comunicándose con la policía me proporcionaron
la dirección de Juan. Él, al igual que Ercilia, tomó el apellido de su madre,
la doméstica Ortiz. Cuando lo entrevisté para el artículo que vibraba en mi
cabeza, me refirió con pesar y odio toda la historia de sus reclamos hacia ella,
que los permitió bastardos. Así, olvidados en el testamento del promiscuo Olivares,
fueron condenados a una vergonzante
pobreza.
Ahora que tengo el artículo
completo, no sé qué hacer con él. Echo al fuego el periódico viejo y, mientras
las llamas bailan ante mis ojos, en mi mente deja de ser noticia para
transformarse en una triste historia de lujuria, locura y muerte.
Carlos Caro
Paraná, 13 de agosto
de 2015
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Perfecta redacción de gacetilla periodística Carlos felicidades es un magnifico micro.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Miguel. Un abrazo.
EliminarQué historia más atrapante. Me has encandilado con tu forma de contarla, tan limpia y elegante. Felicidades, Carlos. Un beso
ResponderEliminarCarlos se que estas acostumbrado a mis elogios pero este cuento policial demuestra que tu talento trasciende los géneros.
ResponderEliminarEl tiempo de narración me resulta un gran acierto.
Has captado mi estilo, por eso es que aprecio tus acertados puntos de vista. Como dices, trato de tocar todos los subgéneros del cuento y, que consideres que el tiempo empleado es al adecuado no hace mas que confirmarme que eres un gran escritor(el que no escribe bien no lo notaría). Un abrazo. Carlos
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