Cuando supe de la
maravilla en sus ojos, del anhelo de su alma y de ese candor a prueba de inclemencias
me encontré, sin remedio, preso de su imaginación.
Primero probé con la
ciencia. Busqué un fino e incorruptible tubo de titanio, en la punta coloqué un
led de una luz enceguecedora, lo alimenté con una minúscula pila y le adosé un
detector de impactos que escondí en el hueco del otro extremo. Para mi sorpresa
funcionó perfecto. Con un gesto de prestidigitador, le daba un pequeño golpe a
los más diferentes objetos y la varilla refulgía un instante.
Tal encanto me produjo,
que esperé ver salir al conejo en cualquier momento, de una taza o de un
florero (por más que busqué, no encontré
ninguna chistera). Sin embargo, aunque entreví sus usos comerciales y una
fortuna en puertas, no era lo que buscaba. Le faltaba algo…, el poder de los
dioses, arcanos secretos o, cual genio, una Circe embotellada dentro. Pensé,
pensé y pensé… ¡Eureka!, le faltaba la magia.
Las antiguas leyendas
hablaban de ella de modo que visité otras bibliotecas. Olvidé la que había
regido al mundo durante los últimos siglos y me adentré entre polvorientos códex
y quebradizos rollos. Tuve que leer entre líneas lo que se le escamoteó a la
inquisición. Fui adentrándome en antiguas eras, cambié extrañados Olimpos y
creí encontrar la escurridiza piedra filosofal.
En tabletas de plomo,
leí mil oráculos, y alucinógenos humos inspiraron otros tantos delirios. Poco a
poco separé profanos conjuros de aquella antigua sabiduría que yacía enterrada
en lo profundo de la psiquis humana y que tenían seguramente los primeros
hombres.
Levanté mi cabeza con
estupor. Tanto leer y estudiar para llegar a conclusiones tan lógicas como
naturales. Me sentí engañado por la perfidia de los que extraviaron nuestro
camino. Siglos de palabras amontonaron para esconder de mi corazón lo que éste
intuía.
La magia es, está y
forma parte de la naturaleza. Se encuentra en el planeta que interactúa con la
flora y la fauna. El mismo que respira y se recicla, sin fin, más allá del
efímero hombre. El que danza entre las maravillas del universo recorriendo
paciente la galaxia. El que nace cada día con la gloria del sol y sucumbe cada noche
con el beso de la luna.
El astro da luz y
calor, crecen los verdes, se abren las flores y se despierta el afán. Cuando se
pone, su reflejo se hace melancólico y blanco. Las mareas se levantan al encuentro
de su compañera y el plancton fosforece entre las olas que reflejan su estela.
Esta es la sencilla
verdad. Al alba, antes que me vea la rosa, le corto un gajo, le quito las
espinas, la corteza y lo dejo recto y aguzado. Lo levanto, fervoroso, sobre mi
cabeza y espero a que los rayos del amanecer lo iluminen y bendigan. Ya está.
Siento que la varilla
está llena de poder y la guardo con cuidado para disimular su fulgor. Cuando la
pequeña Lucia, de visita, me cuente entusiasmada que el padre de una amiga
tiene una varita mágica, me sonreiré socarrón. En una atmósfera cómplice, atrancando puertas
y ventanas, le pediré que cierre sus ojos antes de mostrarle el resplandor de
la que atesoré para ella. No hay nada que su toque extraordinario no logre
cambiar, ya que embrujada por la luz, la nutren su infantil fantasía y un
universo sin límites.
Carlos Caro
Paraná, 8 de agosto de
2015
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Como me gusta la ternura que desprende este relato, Carlos. Es cierto, la magia más poderosa está en la fantasía de una niña como la Lucía de tu historia
ResponderEliminarY también está en las palabras del Abuelo, que si no?
ResponderEliminarLa niña tampoco tendría magia
No, mi amigo. Ella tiene la magia de reverdecer mis letras ¿No se me nota? jajaja. Un abrazo.
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