29/9/15

¿Evolución?




Cuando era pequeño y sin edad, el cielo era celeste y las nubes algodonosas. El sol en invierno era una gloria y en verano más amable. Los padres y la escuela me educaban y, tranquilo, aprendía. Lo hacía con el papel, e imaginaba desgastar las carillas de tanto releerlas, quizás no se correspondían con el mundo real, pero abarcaban y comprendían todo los saberes.

 Los héroes y las fechas patrias tenían su día y aún no vagaban por el almanaque al son del comercio. Los ricos no ostentaban y los pobres no lo eran tanto. En la misma escuela, con el guardapolvo blanco, todos éramos compañeros. En el aula, callados, pero en los recreos estallaban las risas en los mil juegos en que participábamos.

Con los distintos, no había escarnio o menosprecio, sus  sobrenombres eran parte de la tribu y los defendíamos con uñas y dientes. Nada parece más acertado y cruel que los apodos que adjudican los niños. Pero provienen de su inocencia y de una cariñosa malicia. Aún hoy sonrío feliz cuando alguno de ellos, cómplice, me llama así.

Los deportes eran para compartir y los músculos solo un subproducto. Las victorias eran efímeras y tan volubles que las celebraba a todas. La secundaría no me separó, sino que sumó a otros amigos y, más importante, descubrí asombrado que muchos de ellos eran mujeres y desde entonces me hechizaron. Sabias, por su naturaleza maduran antes, y separan lo importante de lo intrascendente.

 Tonto, inundado de hormonas, me seducían con una sonrisa, con un parpadeo o con un beso robado. Novio para aparentar, más que pavo parecía un gallo que, orgulloso, lucía sus plumas a fin de conquistar esa imaginada femineidad.

Río al recordar como bullía afiebrada mi fantasía. Se nutría de chismes susurrados, de revistas prohibidas y de súcubos nocturnos. Tan ocupado estaba con ella que un día, sin darme cuenta, recibí mi título de bachiller. El estruendo de los aplausos de los parientes me hizo despertar a la realidad en aquella tarima. La fiesta de graduación fue ambivalente, llena de felicitaciones, pero también de resignadas despedidas por las inevitables separaciones.

Haciendo memoria creo que en los meses siguientes terminaron, definitivas, mi infancia y adolescencia. Sentí el sonido de un disparo en mi cabeza, como el que indica el comienzo de una carrera, y cambiando de ciudad me adentré decidido en la juventud.

Llena de estudios en pos de la meta predestinada, me hice de tiempo para llenarla de nuevos e interesantes amigos, de variados e infinitos libros y de ocasionales amores. Sin embargo, nada me preparó para ella, nadie le advirtió a mi corazón de esa arritmia enloquecedora o, a mi mente, de esa locura que no se extingue.

Entonces comenzó el amor, y pese a los años aún se mantiene. A veces, como rescoldo, viaja por las escondidas raíces y otras, soplado por la pasión, se inflama y crece hasta el mismo cielo. Crece… y sin importar qué, quema todo a su paso.

Influyó en mí la lejana guerra de Vietnam, donde moría una juventud condenada y su música de rebeldía me despertó. Me creí libre y nuevo al integrarme como participante en la sociedad. Cayó el muro de Berlín y con él, la excusa social de los poderosos. El oro otra vez fue becerro adorado, todo tuvo precio y la competencia se tornó individualismo. Separado y solo por políticas y finanzas me he tornado débil, aunque me creo iluso, fuerte y mejor.

Los polos se derriten, pero el agua escasea, el humo del norte sube sin tregua, el agujero de ozono crece y el planeta se calienta. La tierra vencida y yerma es roturada con genética y venenos para producir más comida. Parte alimenta a millones y otra, desperdiciada, hambrea al resto.

Cada día se extingue una especie y temo… temo que la próxima sea la nuestra. Abatido, me sé perdido, pues al mirar por la ventana el cielo ya no es celeste y las nubes ahora son de smog. El sol, ya sin gloria, ha acortado los inviernos y castiga, inclemente, a los veranos.

Con los años comprendí que, sonámbulo, he sido parte de todo esto e inocente me siento culpable y por eso, con enojo, seré  un Quijote que ataque a esos gigantes mientras enajenado grito: ¡No pasarán!


Carlos Caro

Paraná, 16 de julio de 2015

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