30/8/15

Nubes



Si bien la gran casona no destacaba demasiado entre las adyacentes, la cantidad de placas de bronce, escudos oficiales y policromados carteles enlosados con instrucciones, indicaban una importancia fuera de lo común. En la escala jerárquica del pueblo solo la superaban la iglesia, la estación del tren, el bar del almacén de ramos generales y la comisaría.

En efecto, el escribano Albacete, por títulos propios, por influencias, y por ser el único letrado, había superpuesto un cargo sobre otro hasta convertirse en el titiritero que atestiguaba la vida entera, desde la cuna, hasta la tumba.

Su edad parecía indefinida, pues se teñía el cabello del más puro negro y, según la estación, usaba elegantes trajes oscuros, de hilo o de abrigada alpaca. Tampoco ayudaba a develar la madurez lo enjuto de su cuerpo ni la ausencia total de la mínima sonrisa. Sin embargo, creo que su mutismo y escrupulosidad eran una propaganda de seriedad con la que tomaba los asuntos profesionales y, durante unos años, fui su escribiente, atraído desde la ciudad cercana por un sueldo muy importante más alojamiento y comida.

Tal era el prestigio que había ganado (a pesar que por lo bajo me habían susurrado que un “aroma de faldas” era lo que lo había llevado al lugar) que, aunque el cura unía, una pareja no tenía existencia hasta que él no lo registraba. Un bebé no nacía hasta que daba a luz en su oficina con la identidad y la firma de sus padres en la libreta de familia que lo corroboraba. A veces, por indecisión o lejanía, esto sucedía muchos días después del alumbramiento; pero él, impertérrito, lo fichaba ese día aunque el infante gateara.

Recuerdo cuando la echó a doña Cándida con un grito, pues se había ido a quejar porque con tan estricta costumbre, desmerecía sus augurios, horóscopos y cartas astrales. También se quejaban lo gemelos Arrieta, que figuraban como hermanos separados por el año, ya que su madre demoró un día más en parir al segundo, justo un treinta y uno de diciembre.

Ni siquiera los bancos pudieron hacer pie y superar la confianza que la gente le tenía. Joyas y dinero se guardaban anónimos en la pesada caja fuerte que custodiaba tras su espalda, en el fondo más escondido de su escritorio. Pensé que esa era la base de su fortuna: los títulos y el dinero de algún intestado, las joyas de alguna dama sin descendientes o los ahorros no declarados al fisco de otros difuntos, pero su falta de ostentación, su frugalidad y renuencia a tratar dichos contenidos dieron al traste con mi suposición. De no mediar algún codicilo, testamento o confesiones póstumas, me dejaba a mí esos rubros.

Descubrí que mi estupendo sueldo sobraba en el aburrimiento de las cosechas, en la falta de fiestas a las que ser invitado y en el orgullo cerril de las jóvenes de la comarca. La gente entraba por el zaguán donde la atendía en la puerta de vidrio. Según el caso bastaba un leve toque a su puerta, a la derecha o, si ya tenía instrucciones, los hacía pasar a mi buró. En él se amontonaban el escritorio, estanterías con libros y expedientes y mi alojamiento: un sofá-cama que se desplegaba por las noches y se encogía al amanecer.

En cuanto a la comida, que incluía buscar la suya, debía correr hasta el bar, temprano para el desayuno de café y mate cocido, al mediodía por unas milanesas con ensaladas o puré y por la noche para traer una ardiente sopa o un reconfortante guiso. Engominado y con mi traje arratonado, corría las dos cuadras sudando bajo el sol, tiritando por el frío, o esquivando los charcos bajo el paraguas cuando llovía.

Su intimidad estaba resguardada por otra puerta vidriada que velaba una cortina bordada de macramé y que nunca osé trasponer, imaginando las más locas costumbres en cuanto a quehaceres, dormitorios y mujeres. A este último punto me lo aclaró el que trajinaba en la cocina del bar, cuando la costumbre de buscar la comida nos hizo amigos.

Entre ginebra y vino me contó que una acaudalada pareja, los Azcuénaga, viajó por negocios a la ciudad, hubo una pelea, y la mujer se le hizo perdiz para demostrar que a ella no la maltrataba nadie. Dicen que entonces conoció a Albacete; pero al tiempo los esposos retornaron como si nada. Lo que no dicen, ya que está debajo de la alfombra, es que el escribano se apersonó en la estación de ferrocarril, un mes después, con los ojos afiebrados y comenzó a preguntar por ella.

La noticia, veloz como el rayo entre discretas bocas femeninas, llegó a la dama involucrada. Ella comprendió al instante que su posición social pendía de un hilo y por ello lo citó para esa misma noche en lo más oscuro de su jardín. El escriba acudió esperando todo el amor imaginado, mas se encontró con una rosa que, espinada, lo rechazó y le aclaró que estaba a gusto con su marido y embarazada, que prometiera olvidar el desliz (solo eso había sido para ella) y que actuarían como si no se conocieran.

 Allí murió la risa de Albacete y en su locura olvidó a medias su promesa, compró la casa que hizo estudio y desde su ventana, lamentaba su suerte todo los días, mientras veía pasar a la señora Azcuénaga junto a su hija, Cecilia, a la que protegía un dosel que veía blanco como un nimbo.
El cuento del cocinero, aunque nostálgico, no me convenció. No había detectado la más efímera existencia de un corazón en el prolijo pecho de mi empleador y, mucho menos un loco amor que lo atormentara. Sin embargo, a través del tabernero terminó mi ostracismo y comencé a ser invitado a los bailes particulares y a las fiestas públicas. En ellas hallé un ave recluida, tal era la palidez de Cecilia, aunque no tanta su belleza. Entre encuentros y citas me encantaba ver sonrosarse su cara al defender sus argumentos en las discusiones. Al terminar la tarea de la tarde me fui acostumbrando a su cariño tranquilo y hasta pensé que era la elegida, pues con sorpresa comencé a ver sobre su cabeza una nube. Al principio turbia, era la que retenía la luz y la mostraba gris. Creo que el amor la tornó brillante y bajo ella, su rostro resplandeció.

Cuando nos casamos debimos estampar nuestra rúbrica en el registro de Albacete, en medio del barullo de amigos y parientes. Los fue despidiendo con amabilidad mientras me retenía. Al quedar solos junto a la puerta abierta, me entregó la libreta de casamiento y, colocándole el capuchón a la magnífica estilográfica con pluma de oro que usaba, me dijo: —Considérela un regalo personal y una promesa. Si usted hace feliz a esa muchacha, mi puesto aquí es su herencia.

Por un momento quedé asombrado, él siempre lo había sabido y, cuando la puerta se cerraba, vi que se le resquebrajaba la cara de risa y oí tronar el nimbo que navegaba como símbolo sobre su cabeza.

Feliz, seguí el rayo de sol que señalaba al inocente cúmulo blanco de Cecilia.


Carlos Caro

Paraná, 10 de enero de 2016
 
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