Si bien la gran casona
no destacaba demasiado entre las adyacentes, la cantidad de placas de bronce,
escudos oficiales y policromados carteles enlosados con instrucciones,
indicaban una importancia fuera de lo común. En la escala jerárquica del pueblo
solo la superaban la iglesia, la estación del tren, el bar del almacén de ramos
generales y la comisaría.
En efecto, el
escribano Albacete, por títulos propios, por influencias, y por ser el único
letrado, había superpuesto un cargo sobre otro hasta convertirse en el
titiritero que atestiguaba la vida entera, desde la cuna, hasta la tumba.
Su
edad parecía indefinida, pues se teñía el cabello del más puro negro y, según
la estación, usaba elegantes trajes oscuros, de hilo o de abrigada alpaca.
Tampoco ayudaba a develar la madurez lo enjuto de su cuerpo ni la ausencia
total de la mínima sonrisa. Sin embargo, creo que su mutismo y escrupulosidad
eran una propaganda de seriedad con la que tomaba los asuntos profesionales y,
durante unos años, fui su escribiente, atraído desde la ciudad cercana por un
sueldo muy importante más alojamiento y comida.
Tal era el prestigio
que había ganado (a pesar que por lo bajo me habían susurrado que un “aroma de
faldas” era lo que lo había llevado al lugar) que, aunque el cura unía, una
pareja no tenía existencia hasta que él no lo registraba. Un bebé no nacía
hasta que daba a luz en su oficina con la identidad y la firma de sus padres en
la libreta de familia que lo corroboraba. A veces, por indecisión o lejanía,
esto sucedía muchos días después del alumbramiento; pero él, impertérrito, lo
fichaba ese día aunque el infante gateara.
Recuerdo cuando la
echó a doña Cándida con un grito, pues se había ido a quejar porque con tan estricta
costumbre, desmerecía sus augurios, horóscopos y cartas astrales. También se
quejaban lo gemelos Arrieta, que figuraban como hermanos separados por el año, ya
que su madre demoró un día más en parir al segundo, justo un treinta y uno de
diciembre.
Ni siquiera los bancos
pudieron hacer pie y superar la confianza que la gente le tenía. Joyas y dinero
se guardaban anónimos en la pesada caja fuerte que custodiaba tras su espalda,
en el fondo más escondido de su escritorio. Pensé que esa era la base de su
fortuna: los títulos y el dinero de algún intestado, las joyas de alguna dama sin
descendientes o los ahorros no declarados al fisco de otros difuntos, pero su
falta de ostentación, su frugalidad y renuencia a tratar dichos contenidos dieron
al traste con mi suposición. De no mediar algún codicilo, testamento o
confesiones póstumas, me dejaba a mí esos rubros.
Descubrí que mi
estupendo sueldo sobraba en el aburrimiento de las cosechas, en la falta de
fiestas a las que ser invitado y en el orgullo cerril de las jóvenes de la comarca.
La gente entraba por el zaguán donde la atendía en la puerta de vidrio. Según
el caso bastaba un leve toque a su puerta, a la derecha o, si ya tenía
instrucciones, los hacía pasar a mi buró. En él se amontonaban el escritorio,
estanterías con libros y expedientes y mi alojamiento: un sofá-cama que se
desplegaba por las noches y se encogía al amanecer.
En cuanto a la comida,
que incluía buscar la suya, debía correr hasta el bar, temprano para el
desayuno de café y mate cocido, al mediodía por unas milanesas con ensaladas o
puré y por la noche para traer una ardiente sopa o un reconfortante guiso.
Engominado y con mi traje arratonado, corría las dos cuadras sudando bajo el
sol, tiritando por el frío, o esquivando los charcos bajo el paraguas cuando
llovía.
Su intimidad estaba
resguardada por otra puerta vidriada que velaba una cortina bordada de macramé
y que nunca osé trasponer, imaginando las más locas costumbres en cuanto a
quehaceres, dormitorios y mujeres. A este último punto me lo aclaró el que
trajinaba en la cocina del bar, cuando la costumbre de buscar la comida nos
hizo amigos.
Entre ginebra y vino
me contó que una acaudalada pareja, los Azcuénaga, viajó por negocios a la
ciudad, hubo una pelea, y la mujer se le hizo perdiz para demostrar que a ella
no la maltrataba nadie. Dicen que entonces conoció a Albacete; pero al tiempo los
esposos retornaron como si nada. Lo que no dicen, ya que está debajo de la
alfombra, es que el escribano se apersonó en la estación de ferrocarril, un mes
después, con los ojos afiebrados y comenzó a preguntar por ella.
La noticia, veloz como
el rayo entre discretas bocas femeninas, llegó a la dama involucrada. Ella
comprendió al instante que su posición social pendía de un hilo y por ello lo
citó para esa misma noche en lo más oscuro de su jardín. El escriba acudió esperando
todo el amor imaginado, mas se encontró con una rosa que, espinada, lo rechazó
y le aclaró que estaba a gusto con su marido y embarazada, que prometiera olvidar
el desliz (solo eso había sido para ella) y que actuarían como si no se
conocieran.
Allí murió la risa de Albacete y en su locura
olvidó a medias su promesa, compró la casa que hizo estudio y desde su ventana,
lamentaba su suerte todo los días, mientras veía pasar a la señora Azcuénaga junto
a su hija, Cecilia, a la que protegía un dosel que veía blanco como un nimbo.
El cuento del cocinero,
aunque nostálgico, no me convenció. No había detectado la más efímera
existencia de un corazón en el prolijo pecho de mi empleador y, mucho menos un
loco amor que lo atormentara. Sin embargo, a través del tabernero terminó mi
ostracismo y comencé a ser invitado a los bailes particulares y a las fiestas
públicas. En ellas hallé un ave recluida, tal era la palidez de Cecilia, aunque
no tanta su belleza. Entre encuentros y citas me encantaba ver sonrosarse su
cara al defender sus argumentos en las discusiones. Al terminar la tarea de la
tarde me fui acostumbrando a su cariño tranquilo y hasta pensé que era la
elegida, pues con sorpresa comencé a ver sobre su cabeza una nube. Al principio
turbia, era la que retenía la luz y la mostraba gris. Creo que el amor la tornó
brillante y bajo ella, su rostro resplandeció.
Cuando nos casamos
debimos estampar nuestra rúbrica en el registro de Albacete, en medio del
barullo de amigos y parientes. Los fue despidiendo con amabilidad mientras me
retenía. Al quedar solos junto a la puerta abierta, me entregó la libreta de
casamiento y, colocándole el capuchón a la magnífica estilográfica con pluma de
oro que usaba, me dijo: —Considérela un regalo personal y una promesa. Si usted
hace feliz a esa muchacha, mi puesto aquí es su herencia.
Por un momento quedé
asombrado, él siempre lo había sabido y, cuando la puerta se cerraba, vi que se
le resquebrajaba la cara de risa y oí tronar el nimbo que navegaba como símbolo
sobre su cabeza.
Feliz, seguí el rayo
de sol que señalaba al inocente cúmulo blanco de Cecilia.
Carlos Caro
Paraná, 10 de enero de
2016
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