Estamos naufragando. Y
en nuestra locura, oímos despreocupados la orquesta en la cubierta del Titánic.
Como hormigas, bajo el mandato de los ricos, estamos destruyendo el planeta. Lo
horadamos en busca de minerales y petróleo, talamos sus bosques y quemamos sus
selvas en un incendio tan enorme que ven, azorados, los satélites. Todo para
hacer lugar a los cultivos, que comemos en una desquiciada mezcla de hambre y
sobreabundancia inútil que se pierde derrochada.
Siervos de reyes
desconocidos, producimos más de lo que necesitamos y, en ese afán, calentamos la
atmósfera grado por grado. Milenarios hielos que parecían eternos, se quiebran
en mil icebergs a la deriva. Los polos se derriten en la jaula de carbono que
creamos. Su agua dulce cambia las corrientes y confunde a los peces que así
desaparecen. El mar se alza incontenible y, como otrora, cubrirá la tierra. Esa
tierra donde las lluvias cambian, alocadas,
inundando aquí o secando allá. Donde los acuíferos se agotan sorbidos por la
sed de millones de bocas.
Tantos somos en la porfía, que la inercia nos
lleva sin remedio al desastre. Aletargados en el lujo tecnológico, perdemos la
libertad sin siquiera darnos cuenta. Regresamos hacia el simio, del homo sapiens al homo parasitence, de circunvalaciones en la corteza del cerebro a otro
liso y animal.
La luz artificial y el parpadeo de las
pantallas reemplazan al sol y a las estrellas; ya no hay días ni noches. Nos guían
los GPS y los Maps como tiránicas brújulas. Hemos perdido la oralidad entre
nosotros al usar la electrónica. También perdimos nuestras manos que, con su
pulgar oponible, nos endiosaron. Solo campea el índice sobre la faz de los
teléfonos táctiles y los pulgares marcan, idiotas, sobre un teclado que no
existe. La sintaxis se achica, se reduce el vocabulario y los libros parecen
escritos en lenguas muertas. Así, centrifugados por la vorágine de la sociedad,
nos disgregamos en una soledad que algunos mitigan con drogas. Aunque los que
dirigen piensan prevalecer, nadie sobrevivirá y ellos igualmente desaparecerán.
El norte rico,
mentiroso parece querer contrapesar la situación. Sus habitantes alargan su
vida y disminuyen los nacimientos. Cierran las maternidades que languidecen y
levantan atolondrados geriátricos, pues ya no hay descendencia para cuidar tal
ancianidad. El lugar de los jóvenes es ocupado, en sus corazones, por amadas
mascotas y en su marginalidad, por envilecidos inmigrantes.
Así como se ha mal distribuido
la riqueza, también se mal distribuye la maternidad. Sus mujeres, emancipadas al
fin de la naturaleza, educadas en el individualismo general, eligen
desarrollarse como personas y descartan tener hijos como si fuera un simple trabajo
más.
En el sur saqueado,
pobre e ignorante, miles de madres mueren adocenando partos o abortos, pero aun
así, siguen sumando gente, siguen sumando hambre y siguen sumando sed e
insatisfacción. Todo ante la indiferencia suicida de los que consumen como
engranajes obedientes del sistema.
Mas no habrá mar o
muro que contenga a esa ola de humanidad cuando, desesperada, arrase con todo y
se trague, ciega, incluso a sí misma en el último espasmo del hombre que ya no
será. Entonces el ciclo comenzará otra vez ¡Hágase la luz!..., y la luz se hizo.
Carlos Caro
Paraná, 27 de agosto
de 2015
Descargar PDF: http://cort.as/WyaN
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