Pienso en el partido,
doy un puntapié en el aire, un resbalón y con un rodar vertiginoso me encuentro
al pie de la escalera. Aturdido, la miro con extrañeza. Hace tanto tiempo que
admiro su marmórea belleza, tanta la seguridad con la que le confío mis pasos y
tantos los seres queridos que la han hollado que no comprendo su traición. El
tiempo, que se detuvo en el espanto, retoma su ritmo y llega, lacerante, el dolor
en mi pierna que se transforma en grito desesperado, en llamada quejumbrosa y
en un eterno viaje hacia la clínica. Al llegar, no sé a cuál, no sé quién, solo
luces que pasan, ojos que me miran y un sudor que me empapa mientras aúllo sin
vergüenza. Un toque aviva el brillo rojo que alucino, un pinchazo y un ya no
ser, donde me refugio al fin tranquilo. Negro, noche y obscuridad placentaria. Con
miedo, siento que renazco tullido, pero es el yeso que lastra mi extremidad.
El engranaje sanitario
sigue su curso y ya me desaloja para darle lugar al próximo paciente con un
demente camillero que empuja la silla de ruedas a través de ignotos pasillos y
escondidos ascensores. Despavorido veo mi pierna dolorida como un ariete que
los esquiva por milímetros y por fin se abalanza hacia la salida. Taxi, hombros
que son apoyos, casa y aquí estoy, en un reposo obligado que, dicen, durará un
mes.
Libre de obligaciones,
me convierto en un Míster Hyde que tortura a los que me rodean: que la cama me
acalambra, que la sopa esta fría, que el cielorraso tiene una rajadura recién
descubierta. Ir al baño se torna una epopeya y arreglar las sábanas en una
tiranía. Sin embargo, no he perdido la cordura y, cuando veo que la tormenta de
enojos está por estallar, soy la sufriente criatura del Dr. Frankenstein que,
con ayuda, arrastra su peso hasta el seguro y recóndito sillón a unos metros de
la ventana. En la cárcel que me imponen la arquitectura y las muletas la
encontré, y su magnetismo ha cambiado mi rutina. Cuando el sol, en su camino la
abandona, me hago invisible desde la vereda. Sus cortinas se hacen telón, este
se levanta, y los transeúntes actúan su vida en la vereda.
Con una sorpresa
culpable, me doy cuenta que el ajetreo diario y el Reino del jardín me han
hecho olvidar el barrio. Camina, con paso corto por la edad, Doña Nélida. Hace
décadas que pasa para confesarse, tantas que, hasta el mismo diablo le ha
prometido rechazarla. Pasan dos niños que juguetean con la pelota. Seguro van a
la cancha del club…
Corro, corro dominándola
con la punta o el empeine, evito con maestría a uno, a otro, pateo y ¡Goool!
Susurro con nostalgia por ese triunfo en las sombras de la habitación, es el
partido que me trajo aquí. Ese dèjá vu hace flotar mi mente en el
tiempo y renace aquel simple amor de un día. Renace aquel primer beso, mi brazo
en su hombro, y el suyo encadenado a mi cintura con una pasión que no supimos
consumar.
Pasa el fantasma de
Juan, él sí me ve, me saluda con su sonrisa y su mano aun con el cigarrillo
humeante que lo mató, pasa hacia el
cementerio; pasa Margarita, pasa José, y pasan, y pasan. Son tantos que imagino
integrar la fila y ya me duele el alma premonitoria. Todo se hace ceniza en el
blanco níveo del yeso, pues solo lo manchan las pocas y vacilantes firmas de
los que restan.
Reacciono y me sacudo, como un perro mojado,
mil gotas de muerte. Arrastro el yeso hasta la ventana para exorcizarlo, la
abro y, aunque el viento trae el ruido del tránsito, sus turbios gases y su
loco afán, asimismo entra la vida, entra la luz y entra una vez más, milagrosa,
la esperanza.
Carlos Caro
Paraná, 11 de
setiembre de 2015
Descargar PDF: http://cort.as/Xjgt
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