2/9/15

Yeso y cenizas



Pienso en el partido, doy un puntapié en el aire, un resbalón y con un rodar vertiginoso me encuentro al pie de la escalera. Aturdido, la miro con extrañeza. Hace tanto tiempo que admiro su marmórea belleza, tanta la seguridad con la que le confío mis pasos y tantos los seres queridos que la han hollado que no comprendo su traición. El tiempo, que se detuvo en el espanto, retoma su ritmo y llega, lacerante, el dolor en mi pierna que se transforma en grito desesperado, en llamada quejumbrosa y en un eterno viaje hacia la clínica. Al llegar, no sé a cuál, no sé quién, solo luces que pasan, ojos que me miran y un sudor que me empapa mientras aúllo sin vergüenza. Un toque aviva el brillo rojo que alucino, un pinchazo y un ya no ser, donde me refugio al fin tranquilo. Negro, noche y obscuridad placentaria. Con miedo, siento que renazco tullido, pero es el yeso que lastra mi extremidad.

El engranaje sanitario sigue su curso y ya me desaloja para darle lugar al próximo paciente con un demente camillero que empuja la silla de ruedas a través de ignotos pasillos y escondidos ascensores. Despavorido veo mi pierna dolorida como un ariete que los esquiva por milímetros y por fin se abalanza hacia la salida. Taxi, hombros que son apoyos, casa y aquí estoy, en un reposo obligado que, dicen, durará un mes.

Libre de obligaciones, me convierto en un Míster Hyde que tortura a los que me rodean: que la cama me acalambra, que la sopa esta fría, que el cielorraso tiene una rajadura recién descubierta. Ir al baño se torna una epopeya y arreglar las sábanas en una tiranía. Sin embargo, no he perdido la cordura y, cuando veo que la tormenta de enojos está por estallar, soy la sufriente criatura del Dr. Frankenstein que, con ayuda, arrastra su peso hasta el seguro y recóndito sillón a unos metros de la ventana. En la cárcel que me imponen la arquitectura y las muletas la encontré, y su magnetismo ha cambiado mi rutina. Cuando el sol, en su camino la abandona, me hago invisible desde la vereda. Sus cortinas se hacen telón, este se levanta, y los transeúntes actúan su vida en la vereda.

Con una sorpresa culpable, me doy cuenta que el ajetreo diario y el Reino del jardín me han hecho olvidar el barrio. Camina, con paso corto por la edad, Doña Nélida. Hace décadas que pasa para confesarse, tantas que, hasta el mismo diablo le ha prometido rechazarla. Pasan dos niños que juguetean con la pelota. Seguro van a la cancha del club…

Corro, corro dominándola con la punta o el empeine, evito con maestría a uno, a otro, pateo y ¡Goool! Susurro con nostalgia por ese triunfo en las sombras de la habitación, es el partido que me trajo aquí. Ese dèjá vu hace flotar mi mente en el tiempo y renace aquel simple amor de un día. Renace aquel primer beso, mi brazo en su hombro, y el suyo encadenado a mi cintura con una pasión que no supimos consumar.

Pasa el fantasma de Juan, él sí me ve, me saluda con su sonrisa y su mano aun con el cigarrillo humeante que lo mató,  pasa hacia el cementerio; pasa Margarita, pasa José, y pasan, y pasan. Son tantos que imagino integrar la fila y ya me duele el alma premonitoria. Todo se hace ceniza en el blanco níveo del yeso, pues solo lo manchan las pocas y vacilantes firmas de los que restan.

 Reacciono y me sacudo, como un perro mojado, mil gotas de muerte. Arrastro el yeso hasta la ventana para exorcizarlo, la abro y, aunque el viento trae el ruido del tránsito, sus turbios gases y su loco afán, asimismo entra la vida, entra la luz y entra una vez más, milagrosa, la esperanza.


Carlos Caro

Paraná, 11 de setiembre de 2015 

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