Creí que la había
encontrado por casualidad. Sin embargo, mis años me demostraron más tarde que
estaba pagando una deuda. Se trataba de una caja de madera taraceada con
hermosas formas geométricas y multicolores. Perdida en el tiempo, la reencontré
dentro de un baúl destinado a basura por una de esas razias limpiadoras que,
cada tanto, se desatan como tormentas purificadoras.
El tiempo se detuvo al
acariciarla y retrocedió al abrirla. Tan pocos eran los objetos que contenía que
sentí vergüenza por mi olvido y nostalgia por aquella tía de mi niñez. Mayor
que mi padre había sido profesora de geografía y, cuando la visitaba, me hacía
recorrer el mundo montado en su imaginación.
Me contaba sobre el
Everest, y yo tocaba el cielo al estirar la mano en su cumbre. Me contaba sobre
el Himalaya, sobre el Tíbet y sobre Nepal y entonces, poseído, hacía girar un
molinillo de oraciones en algún monasterio de Lamas mientras meditaba haciendo
vibrar mi pecho con el mantra del om.
Recorría los meandros
del Mississippi charlando con Mark Twain, quien repetía su apodo atento y sin
pausa, al marcar la profundidad del río con la sonda. Navegaba en un bote
arrastrado por la corriente del Nilo, y me sobrecogía ante el poder de Ra que hacía
reverberar el aire tornando espejismos los templos de Luxor y Karnak.
Volaba como un águila
sobre los Urales, sorprendido de que esa cordillera fuera la frontera natural
entre Europa y la mítica Asia. Luché contra las tormentas en un bergantín al cruzar
el Cabo de Hornos y, ya al norte, en las Galápagos, no podía creer que estibaban vivas
y boca arriba a esas enormes tortugas para alimento fresco.
Mi mente alucinaba
bajo el encanto de su voz. Tantos eran los detalles y las referencias que la
fantasía rellenaba, cómoda, los huecos. Como si fueran reliquias saco de la
caja: un anillo de esmeraldas sin pulir, una chalina de tul celeste y
translúcido, y un manojo de fotos. Las barajo y ordeno con las últimas arriba.
Aparece en colores, ya mayor, como la recuerdo: sola y olvidada. Antes,
sonriente, con mis padres en alguna playa. Previamente en Perú, en blanco y
negro, posa en el Camino del Inca con el anillo. Se dirige a Machu Picchu, y esa
ciudad escondida parece una leyenda gris aferrada con desespero a una cima. En
otra toma, se notan sus construcciones con un fondo de nieblas albas y de oscuras
montañas.
También flamean sus
cabellos mientras con una mano se protege los ojos del sol. Irradia tal
juventud, aventura y felicidad que me hace pensar en su complicidad con el
fotógrafo. Ahora ya son sepia. Remonta el Amazonas hasta su confluencia con el
río Negro en la barandilla de un vapor. Usa un sombrero de corcho y se cubre la
cara con la chalina como un fino tul, por los insectos, aunque no distingo el
color, supongo es la que encontré. Visita en la espléndida Manaos que otrora fuera
la capital del oro blanco, el caucho, el Teatro Amazonas que trasplantado durante
la Belle Époque, desde Europa,
languideció por la humedad de la selva.
La tía sigue
entusiasta y se retrata, sin el sombrero, hechicera y misteriosa. El velo
adivina sus labios y resalta sugestivos sus ojos, en tanto mira al mismo o quizás
a otro artista de la fotografía a través del lente de la cámara.
Por último, encuentro
pedazos de otras fotos que no consigo armar. Están rotas una y otra vez, como
si el dolor de verlas se calmara al hacerlo. Y esa es la deuda que, imagino, debo
pagar; nunca la pensé de joven y, taciturno, la recuerdo soltera y solitaria.
Tal vez, menos egoísta
y comprensivo por el tiempo, la hubiera consolado sin olvidar a aquél que no
fue.
Carlos Caro
Paraná, 30 de julio de
2015
Qué mujer tan fabulosa. Me hubiese encantado conocer a una persona capaz de hacerte soñar. Un beso, Carlos, es un placer leerte.
ResponderEliminarEs verídico Ana, hoy me doy cuenta de todo lo que aprendí de ella. Un beso.
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