La arrastro desde pequeño, recuerdo aquella vez en
que la tía, enojada, me dijo que tenía al diablo en el cuerpo. Aprovechó mi
cara de espanto y agregó: —Tu conciencia está llena de pecados y es tan negra
como tu sombra.
No solía ser hiriente conmigo; me llenaba de amor,
caricias y cuidados, pero al ver el cristalero y su contenido hecho añicos por
la pelota, estalló la locura en su semblante. Mientras barría los vidrios
multicolores encontró los pies de mi estatua, lo inesperado de las consecuencias
me había transformado en piedra, y me devolvió, arrepentida, la vida con la humedad
de su mejilla, su abrazo de cariño y un amargo descargo. Esa afligida disculpa me
hizo sentir desde entonces el más culpable de los culpables.
Comencé a ver mi sombra como la medida de la maldad
y, una vez pasado el susto del descubrimiento, mi curiosidad investigó su
calidad de diablómetro. Noté que no era proporcional a la falta cometida y que
tampoco acumulaba la suma de ellas. Tan extraña conducta me llevó a los más
estrafalarios experimentos y, si antes tenía al diablo en el cuerpo, ahora eran
Legión, para horror y desdicha de los
que los sufrían. Advertí enseguida que la proyección trabajaba solo nueve o
diez horas por día. En cuanto se ponía el sol agarraba sus petates y se iba a
su casa, vaya a saberse dónde.
Algunas noches dejaba en su lugar a otra silueta más
pálida. La que como un custodio me perseguía gris y con desgano cuando
corría al baño y encendía la luz. También
variaba con las estaciones; en los días nublados y fríos del invierno, se hacía
translúcida y llegaba incluso a esfumarse.
Pensé entonces que mis pecados habían sido
perdonados y al creer que desaparecía por los poderes absolutorios de la
temperatura, me despojaba de abrigos y tiritaba contento. Sin embargo, se
insinuaba con la primavera y para el verano ya estaba allí para acusarme, negra
como el carbón, desde los más recónditos e impuros pensamientos de mi mente.
Supuse que “mis bajos instintos” eran su razón de
ser, pues en general se desprendía desde mis pies. Me angustiaba al caminar por
la vereda. Creía avergonzado que su negrura delataba mis faltas como un cartel
contra las paredes o, alargándose lejos de mí, publicaba mi despreciable
llegada.
Con el pasar del tiempo busqué como pretexto las
sombras de los demás. Las vi ir y venir ansiosas e inquietas sobre los frentes
de los edificios. Como pájaros, saltaban o picoteaban libres al formar parte de
la naturaleza. La misma que le era extraña a la mía, la más larga de todas,
pues en ella alberga aun el reto por aquel cristalero roto.
Así me encuentro junto al cordón, esperando que mi aciago
sambenito anuncie mi presencia del otro lado de la calle. Oigo pasos que pasan,
tras ellos un largo contorno me alcanza y, dotado de extraños poderes, dobla la
esquina. Es tal mi asombro que boquiabierto sigo tu fantástica figura, sigo tu
perfume y tus elásticos pasos como un sediento al agua.
Mientras tu sombra se contonea sinuosa, la mía,
marcial y envidiosa, nos persigue enojada desde las fachadas de la vereda de
enfrente. Te alcanzo…, me río, te ríes. Florecen las voces, florecen las almas
y, pasado lo que parece un instante, al fin un te quiero que pronunciamos a dúo.
Hechicera, me haz liberado de mi amargo destino con
la oscuridad. Ésta se confunde cuando simplemente, amantes, apagamos la luz.
Carlos Caro
Paraná, 19 de setiembre de 2015
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Magnífico relato con un argumento muy original. Te felicito, Carlos. Un beso
ResponderEliminarGracias Ana, siempre encuentras el alago adecuado. Un beso, Carlos.
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