15/8/15

La sombra




La arrastro desde pequeño, recuerdo aquella vez en que la tía, enojada, me dijo que tenía al diablo en el cuerpo. Aprovechó mi cara de espanto y agregó: —Tu conciencia está llena de pecados y es tan negra como tu sombra.
No solía ser hiriente conmigo; me llenaba de amor, caricias y cuidados, pero al ver el cristalero y su contenido hecho añicos por la pelota, estalló la locura en su semblante. Mientras barría los vidrios multicolores encontró los pies de mi estatua, lo inesperado de las consecuencias me había transformado en piedra, y me devolvió, arrepentida, la vida con la humedad de su mejilla, su abrazo de cariño y un amargo descargo. Esa afligida disculpa me hizo sentir desde entonces el más culpable de los culpables.
Comencé a ver mi sombra como la medida de la maldad y, una vez pasado el susto del descubrimiento, mi curiosidad investigó su calidad de diablómetro. Noté que no era proporcional a la falta cometida y que tampoco acumulaba la suma de ellas. Tan extraña conducta me llevó a los más estrafalarios experimentos y, si antes tenía al diablo en el cuerpo, ahora eran  Legión, para horror y desdicha de los que los sufrían. Advertí enseguida que la proyección trabajaba solo nueve o diez horas por día. En cuanto se ponía el sol agarraba sus petates y se iba a su casa, vaya a saberse dónde.
Algunas noches dejaba en su lugar a otra silueta más pálida. La que como un custodio me perseguía gris y con desgano cuando corría  al baño y encendía la luz. También variaba con las estaciones; en los días nublados y fríos del invierno, se hacía translúcida y llegaba incluso a esfumarse.
Pensé entonces que mis pecados habían sido perdonados y al creer que desaparecía por los poderes absolutorios de la temperatura, me despojaba de abrigos y tiritaba contento. Sin embargo, se insinuaba con la primavera y para el verano ya estaba allí para acusarme, negra como el carbón, desde los más recónditos e impuros pensamientos de mi mente.
Supuse que “mis bajos instintos” eran su razón de ser, pues en general se desprendía desde mis pies. Me angustiaba al caminar por la vereda. Creía avergonzado que su negrura delataba mis faltas como un cartel contra las paredes o, alargándose lejos de mí, publicaba mi despreciable llegada.
Con el pasar del tiempo busqué como pretexto las sombras de los demás. Las vi ir y venir ansiosas e inquietas sobre los frentes de los edificios. Como pájaros, saltaban o picoteaban libres al formar parte de la naturaleza. La misma que le era extraña a la mía, la más larga de todas, pues en ella alberga aun el reto por aquel cristalero roto.
Así me encuentro junto al cordón, esperando que mi aciago sambenito anuncie mi presencia del otro lado de la calle. Oigo pasos que pasan, tras ellos un largo contorno me alcanza y, dotado de extraños poderes, dobla la esquina. Es tal mi asombro que boquiabierto sigo tu fantástica figura, sigo tu perfume y tus elásticos pasos como un sediento al agua.
Mientras tu sombra se contonea sinuosa, la mía, marcial y envidiosa, nos persigue enojada desde las fachadas de la vereda de enfrente. Te alcanzo…, me río, te ríes. Florecen las voces, florecen las almas y, pasado lo que parece un instante, al fin un te quiero que pronunciamos a dúo.
Hechicera, me haz liberado de mi amargo destino con la oscuridad. Ésta se confunde cuando simplemente, amantes, apagamos la luz.

Carlos Caro
Paraná, 19 de setiembre de 2015
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3 comentarios:

  1. Magnífico relato con un argumento muy original. Te felicito, Carlos. Un beso

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    1. Gracias Ana, siempre encuentras el alago adecuado. Un beso, Carlos.

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