Busco entre los
anaqueles de abajo y también en los de arriba. La recuerdo por aquí, pero no
está; entonces comienzo a navegar por la biblioteca. Un viejo ejercicio al que
la costumbre no le ha quitado su sabor de aventura. Me entretengo con antiguos
volúmenes que creía olvidados y que, sin embargo, al rozar las cubiertas me
inundan la memoria con el contenido de sus palabras. Siento su melancolía por
aquélla, mi lectura afiebrada, más hoy, no por tranquila es menos inquisitiva.
Por fin, salta ante mi
vista. Rechoncha entre los demás, se burla de mi errática búsqueda con las
letras doradas de su ancho lomo que dicen: enciclopedia. Al tener casi cien años,
la mayor parte de su contenido científico parece fantasía o suposiciones
mágicas. Podría averiguarlo al instante mediante Google, pero si hay algo que
me gusta perder con fruición es el tiempo.
Paso por la sección de
la fauna, me adentro en la de la flora y tampoco están. Desconcertado vuelvo
atrás y encuentro que los eucariotas hacen malabares entre ambos reinos. Leo
lentamente y, como si fuera un oráculo, comprendo que mis sueños provienen de esa
neblinosa morada donde vagan las almas de los cadáveres. Lo presentí esta
mañana al despertar con el gusto malsano de aquel río mortuorio, el Estigia, en
la boca.
Soñé como hongo que mis
filamentos se ramificaban como cabellos hambrientos bajo la tierra. Allí donde hubo
vida, se aglutinan para beber la muerte o, como parásitos, la provocan. Me
debatí, intenté despertar. Mi alma se estremecía ante tan oprobioso destino,
mas sin control, seguían adelante: mordían carne o rumiaban verdes. Cayera la
lluvia o ardiera el sol seguían sin pausa; nada los detenía.
Sentí que era un
ubicuo vampiro que se nutría de sangre ajena y no comprendí ese oscuro egoísmo
que guiaba mi existencia. Creí que la helada, previa al amanecer, me mataba.
Las hifas se unieron entonces en una seta que buscó sobrevivir, atravesó la
escarcha y buscó el cielo aún oscuro. La caperuza, blanca como un fantasma,
creció sobre el tallo hasta rasgarse y así liberó miles de esporas que el
viento se llevó. Donde encontraran descomposición, humedad o agonía, como mensajeras
negras, adelantaban el luto que escondían y al soltar el primer hilo me
reproducían con voracidad.
Levanto la vista del
tratado sobre los extraños organismos fungoides y perdiéndola en la lejanía
comprendo mejor la profecía apocalíptica de mi sueño. Durante milenios, la
Tierra ha dado vida a diferentes especies a condición de que éstas se adapten
al medio. Hoy le toca su minuto a la humanidad que, al igual que los hongos, se
alimenta de materia orgánica. Sin embargo en lugar de adaptarse lucha contra la
naturaleza y, suicida, amontona desechos que ahogarán su instante sobre el
planeta.
Sueño despierto que ya
todo sucedió, solo quedan ruinas de nuestro esplendor e invoco la imagen de una
desmoronada ciudad. Está cubierta por plantas que recuperan su espacio, rodeada
por murallas de basura y desierta del extinto hombre. En ese atardecer, medran
en su podredumbre los fungi y la recorren, inmortales, las cucarachas.
Carlos Caro
Paraná, 21 de agosto
de 2015
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Enhorabuena Carlos tan tiernamente realista.....
ResponderEliminarGracias. Ya es un alago que me leas y un placer saber de ti. Un beso.
EliminarTenia tiempo que no leía algo tan tranquilamente:
ResponderEliminarYo comparo a la tierra como al perro y a nosotros como las pulgas cuando se canse de nosotros solo se va a rascar.
Un enorme abrazo Amigo.
Me alegra tu lectura tranquila y, efectivamente, cuando se canse solo le falta rascarse. Otro abrazo para ti, poeta. Carlos.
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