A medida que desando
el camino a casa, me despojo del agobio, del afán y de las preocupaciones. Allá
dejo mis cadenas y a mi jefe, sin timidez ni lealtad. Tarareo un murmullo que
me hace bailar y loco, esquivo las baldosas negras en una rayuela que me lleva
al cielo de mi imaginación.
Llave, café con leche
y a esperar que las primeras sombras disimulen mi entusiasmo lúdico. Inútil
intento, la taza se enfría mientras mi mente ya me sienta al lado de la mesita en
el comedor del club.
Me saluda Alberto con una
sonrisa cómplice que se extiende a los ojos achinados que esconden una picardía
sin maldad. Debe ser como la mía, pues divertidos, nos reunimos antes para
cambiar toda la señas y batir al enemigo. Ese enemigo tan querido e inestimable de mil batallas de naipes.
Inocentes, ya se acercan charlando, son el “pelado” José y el “rengo” Miguel.
Nos saludan, Alberto es el “cura” y yo soy el “petiso”. Todos formamos ahora el cuarteto necesario.
El truco es un juego especial;
si bien la suerte tiene algo que ver ni siquiera su objetivo es ganar. Es
bullanguero y pícaro, mentiroso y ladino; se juega por parejas y, cada mano es
una partida de ajedrez entre las señas que se muestran al compañero y las que
se esconden al contrario. La táctica y la estrategia la dan los años y la
práctica, también el íntimo conocimiento de los pensamientos y mañas de esos
cuatro contendientes que, en esa batalla incruenta, profundizan una aprecio
difícil de igualar. Sin dinero ni apuestas no hay vencidos ni vencedores, sólo
se cuentan treinta porotos o treinta fósforos o, a falta de otra cosa, treinta míseras
migas de pan. La victoria es efímera y veleidosa, partido tras partido cambia
de amante. Por conocida, río cuando baila conmigo y también cuando lo hace con
otro.
En el remanso que se
produce al juntar los naipes, mezclarlos y volverlos a dar, se cuelan las
vivencias, las alegrías y los pesares. En la mesa ruedan sin destino las
confidencias. Alberto bandea su esperanza de un aumento de sueldo en el
trabajo, al pelado se le hizo por fin, y Margarita le dio el sí. Una mancha
negra se esparce con la preocupación de Miguel por la salud de su mamá. Yo
contengo y doy esperanza con chistes tontos, aunque la soledad haga correr mis
lágrimas de colores como las que pintan
la cara de un payaso.
Otra vez la suerte en
tres cartas. La fiebre, el bochinche y la simple alegría de estar juntos en la
calesita que gira. Gira la mesa, giran los turnos y gira la memoria de mil
encuentros compartidos. Compartidos con los flashes de las familias y del amor,
del dolor, el enojo y las angustias. En un remolino tan azaroso como el juego y
en el que, con sorpresa, reconocemos la vida misma. Esa que como el viento loco
del destino hoy nos reúne feliz y mañana quizás nos sople lejanos.
Cae el sol y me apuro
para llegar al club ¿Era la oreja izquierda o la derecha la que debía tirar
para indicar al ancho de bastos? Mejor le digo a Alberto que practiquemos
antes. Sin embargo no me importa demasiado, esta noche volveré con el dos de
oro en la mirada sobre mi sonrisa o un ¡Carajo! que esconde, agridulce en el
bolsillo, la baraja sobada por la amistad.
Carlos Caro
Paraná, 15 de
setiembre de 2015
Descargar PDF: http://cort.as/XjhD
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