Estoy inquieto, lo sé.
Algo da vueltas en mi cabeza, pero no logro asirlo. Es una idea que huye de la
razón y, por experiencias anteriores, me preocupa. Intento tomar un café y me
horrorizo al pensar que estoy descerebrado y babeante. Mi labio, yerto, no
sigue el contorno la taza y el café se derrama. Porfiado, muerdo una tostada,
más el gusto alquímico de la sangre me advierte que también herí la boca.
La anestesia que debía
proteger mis encías del dolor, se ha expandido a la mitad de mi cara. Me miro
al espejo. Parece que hubiera sufrido una apoplejía y el rostro, dislocado, lo
refleja. Intrigado lo busco entre sus compañeros y allí está. Fuerte y
brillante, inmune a la sangre o al dolor; inmune a la vida y al tiempo. El
implante de titanio, con su remate de cerámica, me muestra el camino hacia un
futuro de cyborg.
Esto rumoreaba mi
mente, ¿serán reemplazadas también las cabezas de mi fémures y mis rotulas?,
¿horadará el láser mis retinas para devolverles su foco ante tan atrevida
presbicia?, ¿cuándo sordo, reemplazaré el oído exterior con pequeños huesos plásticos
fabricados con una impresora 3D?, ¿conservaré el amor si los estents anidan en mis arterias y las
válvulas de mi corazón sean otras, artificiales?, ¿volveré a ser joven si
desaparecen mis arrugas inyectándome toxinas? ¿Para qué, por quién?
Mil preguntas me
asaltan y, obnubilado, pienso en el principio cuando aún no había un yo reconocible.
Desdentado, mi universo era el pezón de mi madre que me alimentaba con su leche
y su cariño. Al aflorar los dientes, la herí y purgué esa culpa con el segundo
trauma de la humanidad, el destete. Lo escondí y sufrí la salida de los de
leche a los que, divertido, vi desaparecer reemplazados por los huecos en las risas de mis amigos.
Esperé que “me
asentaran” las muelas del juicio, pero demoraron tanto que, cuando quisieron, ya
no tenían lugar. Quizás por su falta, la adolescencia fue alocada y mis primeros
besos de pasión fueron un estrepitoso entrechocar de dientes con ella.
Absorto en reflexiones,
no me extraña encontrar en mi imagen la historia odontológica de mi boca: amalgamas
metálicas, fundas de porcelana y puentes moldeados. Dientes que se gastan o
astillan y encías que, vergonzosas, se retraen. Mis caninos han perdido tan
fiero nombre y ya parecen bovinos. Sin embargo ahí reluce el futuro: taladro,
pegamento y la eternidad.
¿Es éste el destino
que me reservó la naturaleza o con mi orgullo la contrarío? Mi mente, egoísta,
quiere sobrevivir a toda costa. No se detiene a pensar que quizás debo ceder mi
lugar a la juventud, en el ciclo natural de muertes y nacimientos. Alienada por
esta sociedad, sin más dios que el dinero, no quiere entender que el final es apenas
un instante para el alma.
Con pesar, imagino un
mundo geronte donde, en busca del espacio vital, alguien desechará mi féretro.
Tras centurias, al abrir la tapa, encontrará el polvo de mis huesos y como los
dientes de aquel renombrado vampiro, mis inmaculados implantes de titanio.
Carlos Caro
Paraná, 2 de setiembre
de 2015
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