Me despierto
sobresaltado, con un escalofrío. Seguramente
presentí el alba o escuché el canto del gallo. Estoy aterido, congelado,
con un frío que paraliza los músculos y parece quebrantar mis huesos. Espero un
momento más, para desentumecerme bajo la capa protectora y crujiente de trapos
y diarios viejos. Debo apurarme y doblarlos prolijamente para guardarlos en el
morral, pues el dueño del negocio, cuyo umbral he usado para dormir, me maltrata peor que a
un perro si me encuentra al llegar.
Me tambaleo mareado por
la debilidad con pasos inciertos. Camino por esas calles pálidas, que parecen lunares
y donde aún habita la niebla. Una, dos..., tres cuadras hasta que diviso esa
mancha de luz que me atrae como a una mariposa.
Despacio y sigiloso abro la puerta del café
como pidiendo permiso. Don Alfredo, sin una palabra y con lástima, cabecea
al indicarme el fondo. Troto desmañado y, aturdido, me asusto del estruendo que
produce la pequeña puerta, sin pies ni cabeza, del cubículo del baño. A la vez
que con alivio se van mis desechos en el remolino de agua, comienzo otro día de
mi condena.
Al regresar, me
asombra ese extraño que fotografía el parpadeo de los fluorescentes que no
terminan de encender. En lugar de la bata blanca encuentro la ropa que he sacado
de la basura: una chaqueta corta y apretada, una camisa enorme de la que
sobresalen los puños, pantalones de sarga demasiado gastados y zapatos
destruidos dos o tres números más grandes que mi talla, pero que, al rellenar
con papel, ajusté a mi medida. También me sorprenden los cabellos cenicientos,
sucios y enmarañados, la barba larga con
mechones de color y restos de comida y esos ojos tan desconocidos que,
alienados, están rojos de llorar.
Vuelvo al café y,
sentado en la mesa junto al baño, me espera con el olor a orines un
reconfortante café con leche y un plato de medialunas que devoro con fruición.
Me voy en silencio, evitando la mirada de Don Alfredo, pues como antiguo
vecino, a ambos nos abochorna el que ya no soy.
Sigo hacia el centro,
pero sin acercarme demasiado. La policía vigila y si me atrapan me llevarán al
refugio del que hui. Odio a quienes lo manejan, a sus cínicos cuidados, a sus
sonrisas que esconden una rigurosidad sin límites. Me lavan, me visten con una
bata y me alimentan. Ya no vivo, pero vehementes de las estadísticas, solo
quieren que dure. Cuando los abogados del banco hicieron allanar la casa, la
encontraron destrozada por mi furia impotente y así me diagnosticaron no sólo
depresivo sino también maníaco. Bastó ese motivo para que los medicamentos
hicieran desaparecer el tiempo de mi universo con cada toma, con cada pastilla,
hasta que escapé.
Me siento en la
vereda, coloco una lata de conserva al frente y comienzo la letanía mendigante. No miro sus
caras, los abochorna, ojeo sus piernas que pasan apuradas y dejan a veces un
tintineo o el susurro de algún billete. Soy un subproducto inconcebible en esta
sociedad: no consumo ni produzco.
Sé que algunos me
miran con lástima y a otros los ofende la brutalidad que les arrostra mi
presencia, pero los peores son los que creen ser el Buen Samaritano y, por
celular, llaman a los servicios sociales para que se hagan cargo. Me molesta
esa fácil caridad por interpósita persona que me obliga a irme para evitarlos.
Corro desmañado, casi
pierdo los zapatos y resoplando me siento al fin en un banco de aquella plaza.
Cierro los ojos por el brillo del sol, me calmo con el murmullo de las hojas y
mi olfato renace desde el agrio sudor, maravillado por el perfume que lo inunda
todo. Alerta, siento una presencia al lado.
—Juan, ¿eres tú?
No. No quiero verla ni
escucharla, aun me hieren sus ojos amantes, su figura anhelada y su sonrisa
fresca.
—No puedes seguir así,
debes superarlo, me haces sentir culpable.
En un espasmo de
locura recuerdo su injustificado abandono. Entonces terminó mi existencia
normal, destrozado lloré su ausencia todos los días y así perdí el trabajo.
Subsistí unos meses con el dinero que produjo la venta del automóvil y, al no
pagar la hipoteca, además perdí la casa. Por ella soy un muerto que recorre las
calles esperando un final que no consigo.
—Prométeme que te vas
a arreglar un poco. Ven a visitarme. Aunque no lo creas te extraño, y siempre
hay un lugar cerca de mí que te espera.
Enojado, giro para
enfrentarla con los ojos llenos de unas lágrimas que no sé si son de furia o de
tristeza, pero ya no está. Quizás en mi locura pasó mucho tiempo y se dio por
vencida, quizás mi mutismo la espantó al acusarla. Sin embargo tiene razón, yo
también la extraño, la extraño sin paz desde aquel día.
Decidido, formo un ramo con unas flores que
corto de los canteros y recorro media ciudad en su búsqueda. Hace tanto que no
vengo que me confundo y no encuentro su morada. Al fin, su nombre sobre el
mármol me la señala como si fuera un cartel. Tiro al cesto las flores secas y
dejo el fresco ramillete sobre su tumba, justo al lado del que fue mi corazón.
Carlos Caro
Paraná, 9 de setiembre
de 2015
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