11/8/16

Mendigo, Antología



 
Link de descarga: http://cort.as/kFHX





Les presento mi novena antología. Haciendo costumbre se corresponde con el blog que la sigue, al cual he reordenado para que quede en el mismo orden. Fueron escritos entre abril y julio de 2015. No es la primera vez que escribo los cuentos interactuando con compañeros, amigos y público, tanto en el Blog como en las redes.

Ha sido y, sigue siendo, una experiencia inigualable y tremendamente divertida. Creo que he mejorado, o por lo menos,    puedo afirmar que algo he aprendido. Agradezco cada comentario, crítica o propuesta. Todos, de una u otra manera, me han enseñado algo y me han dado ideas desparejas.

Como es habitual, el link de descarga les deja un comprimido que con doble clic (como indica el nombre) da una carpeta con los dos formatos más usados de libros electrónicos y un PDF.

Carlos Caro


18/10/15

Escenario



Algo me carcome en un darme cuenta. Incluso mi yo más profundo aún no lo cree. Solo la razón me ha hecho dudar y a regañadientes recapacito. Al defender los pilares de mi vida, hago excepciones, casos particulares y justificaciones. Mi corazón no podría sufrir la idea que mis padres no me quieren, que mis amigos sean falsos o que mi mascota solo busca comida en mi compañía. Sin embargo, se atormenta al dudar de tus sonrisas, tus caricias y tus besos.

Mi personalidad es extraña y tortuosa. Se formó así de pequeño para sobrevivir a los malos tratos y burlas de mis compañeros de escuela, ¿o quizás fue al revés?, y estas fueron su reacción a lo raro de mi conducta.

Sea como fuere, recuerdo que desde entonces me sentí en el tablado de un teatro. En él todos actuábamos y representábamos nuestros personajes según un guion. Desapareció la maldad de los que me rodeaban ya que seguían la trama. Desapareció la envidia, los celos y la traición, pues también seguían el libreto. Gracias al argumento pude crecer y encarrilar mi vida rodeado de paz, buenas intenciones y cariño. En el escenario era el mejor actor. Nadie me representaba mejor que yo.

Como trabajador, me levantaba temprano todos los días, me acicalaba en la oscuridad para no despertar a nadie y partía en puntas de pie con apenas un roce de la puerta. Un viaje anónimo al trabajo y un “buen día”, que respondían con su eco las paredes y los ojos gachos e indiferentes de los demás empleados. Se levantaba el telón, y el bueno de mi jefe, en su papel, me atosigaba con amenazas toda la jornada. El resto no se quedaba atrás, me endilgaban sus tareas y se entretenían con pequeños vejámenes que provocaban sus risas. Debía hacer un esfuerzo para no reír con ellos, y me maravillaba ante su trabajo actoral. No podía esperar que terminara la función y comentarles lo bien que lo hacían. Sin embargo, al terminar la representación todos tenían algún compromiso y me dejaban solo con el trabajo atrasado y la consigna de apagar la luz.

Regreso tarde, en la misma oscuridad que partí y antes de entrar, repaso las líneas del ensayo para nuestra función. Al entrar tienes todo preparado, ya has cenado y me ofreces un beso tan frío como la comida. Chichón, también comido, hace algo de bulla para conformarme y abanicando la cola, vuelve a su cucha. Admiro cómo representas tu indiferencia, casi aplaudo tu silencio y, si no fuera por el cansancio, me conmovería el hastío con el que apagas la luz al arroparte en la cama.

En la noche todo se derrumbó. En ella mis ojos, ciegos por la oscuridad, rodaron líquidos hasta la almohada. En ella mi garganta gritó en silencio mi angustia. En ella quiero creer que nos quisimos y que nos queremos. Que no actuamos nuestro amor, que no hubo tramas ni coreografía y que tu juramento, fue tan eterno como el mío, mientras fingimos bailar esa música que no olvido.

Me agoto en la insania y el sueño busca la victoria, pero con un espasmo lo detengo un instante, cierro mi caparazón nuevamente y repaso en mi mente el primer Acto de mañana 
¿Acaso el guion no lo ha hecho Dios?


Carlos Caro

Paraná, 24 de setiembre de 2015

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29/9/15

¿Evolución?




Cuando era pequeño y sin edad, el cielo era celeste y las nubes algodonosas. El sol en invierno era una gloria y en verano más amable. Los padres y la escuela me educaban y, tranquilo, aprendía. Lo hacía con el papel, e imaginaba desgastar las carillas de tanto releerlas, quizás no se correspondían con el mundo real, pero abarcaban y comprendían todo los saberes.

 Los héroes y las fechas patrias tenían su día y aún no vagaban por el almanaque al son del comercio. Los ricos no ostentaban y los pobres no lo eran tanto. En la misma escuela, con el guardapolvo blanco, todos éramos compañeros. En el aula, callados, pero en los recreos estallaban las risas en los mil juegos en que participábamos.

Con los distintos, no había escarnio o menosprecio, sus  sobrenombres eran parte de la tribu y los defendíamos con uñas y dientes. Nada parece más acertado y cruel que los apodos que adjudican los niños. Pero provienen de su inocencia y de una cariñosa malicia. Aún hoy sonrío feliz cuando alguno de ellos, cómplice, me llama así.

Los deportes eran para compartir y los músculos solo un subproducto. Las victorias eran efímeras y tan volubles que las celebraba a todas. La secundaría no me separó, sino que sumó a otros amigos y, más importante, descubrí asombrado que muchos de ellos eran mujeres y desde entonces me hechizaron. Sabias, por su naturaleza maduran antes, y separan lo importante de lo intrascendente.

 Tonto, inundado de hormonas, me seducían con una sonrisa, con un parpadeo o con un beso robado. Novio para aparentar, más que pavo parecía un gallo que, orgulloso, lucía sus plumas a fin de conquistar esa imaginada femineidad.

Río al recordar como bullía afiebrada mi fantasía. Se nutría de chismes susurrados, de revistas prohibidas y de súcubos nocturnos. Tan ocupado estaba con ella que un día, sin darme cuenta, recibí mi título de bachiller. El estruendo de los aplausos de los parientes me hizo despertar a la realidad en aquella tarima. La fiesta de graduación fue ambivalente, llena de felicitaciones, pero también de resignadas despedidas por las inevitables separaciones.

Haciendo memoria creo que en los meses siguientes terminaron, definitivas, mi infancia y adolescencia. Sentí el sonido de un disparo en mi cabeza, como el que indica el comienzo de una carrera, y cambiando de ciudad me adentré decidido en la juventud.

Llena de estudios en pos de la meta predestinada, me hice de tiempo para llenarla de nuevos e interesantes amigos, de variados e infinitos libros y de ocasionales amores. Sin embargo, nada me preparó para ella, nadie le advirtió a mi corazón de esa arritmia enloquecedora o, a mi mente, de esa locura que no se extingue.

Entonces comenzó el amor, y pese a los años aún se mantiene. A veces, como rescoldo, viaja por las escondidas raíces y otras, soplado por la pasión, se inflama y crece hasta el mismo cielo. Crece… y sin importar qué, quema todo a su paso.

Influyó en mí la lejana guerra de Vietnam, donde moría una juventud condenada y su música de rebeldía me despertó. Me creí libre y nuevo al integrarme como participante en la sociedad. Cayó el muro de Berlín y con él, la excusa social de los poderosos. El oro otra vez fue becerro adorado, todo tuvo precio y la competencia se tornó individualismo. Separado y solo por políticas y finanzas me he tornado débil, aunque me creo iluso, fuerte y mejor.

Los polos se derriten, pero el agua escasea, el humo del norte sube sin tregua, el agujero de ozono crece y el planeta se calienta. La tierra vencida y yerma es roturada con genética y venenos para producir más comida. Parte alimenta a millones y otra, desperdiciada, hambrea al resto.

Cada día se extingue una especie y temo… temo que la próxima sea la nuestra. Abatido, me sé perdido, pues al mirar por la ventana el cielo ya no es celeste y las nubes ahora son de smog. El sol, ya sin gloria, ha acortado los inviernos y castiga, inclemente, a los veranos.

Con los años comprendí que, sonámbulo, he sido parte de todo esto e inocente me siento culpable y por eso, con enojo, seré  un Quijote que ataque a esos gigantes mientras enajenado grito: ¡No pasarán!


Carlos Caro

Paraná, 16 de julio de 2015

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20/9/15

Periodismo




Se supone que me dedico a la sección “policiales” del periódico local. Sin embargo, al ser una ciudad pequeña, en realidad también hago las necrológicas, el café, los mandados y cualquier otra tarea en la que parezca ocupado. Y de ese modo preservo mi puesto. En épocas de calma, y si persiste la ausencia de temas, me fijo en las noticias de un  periódico anterior.

Aún recuerdo con intriga aquel caso: las joyas pertenecían a Doña Inés Fruto de Olivares. Notó su falta esa mañana, al levantarse. El asunto no tenía explicación pues ella se había quitado algunas al irse a dormir y, para cuando llegó la policía, todas las puertas y ventanas estaban cerradas por dentro. La viuda empleaba a una mujer para hacer las tareas caseras, la señora Ortiz, que si bien atendía hacía veinte meritorios años la mansión, desde antes de la muerte de Don Olivares, se transformó en la principal sospechosa al no estar presente.

La policía allanó de inmediato su domicilio, encontró algunas pulseras que engalanaban un gran charco sangriento y a la doméstica que yacía en el suelo sin vida. La sangre aún manaba  de un profundo tajo en su abdomen. En ese entonces averigüé que ella compartía su morada con una sobrina lejana: Ercilia, de muy mal carácter y con la que discutía frecuentemente por dinero, según contaban los vecinos. Intenté hallarla antes que la policía, pero se esfumó y creí que la cosa no se resolvería.

Sin embargo, al seguir la búsqueda de temas, en un parte de la agencia de noticias, hoy me entero que la detuvieron intentando abordar un avión. Sus huellas digitales aparecían en el cuchillo asesino y la sangre de su tía en las joyas robadas que escondía en un simple bolso. Lo que me provoca un escalofrío es leer que, mientras se la llevaban, reía alienada con una carcajada de demencia y revancha. 
     
En las necrológicas que redacto no encuentro mayor interés fuera del hecho de que se cumplen diez años de la muerte de Don Olivares, de modo que recorreré su gama de parientes en la esperanza de encontrar una oveja negra cuyas trapisondas sean homéricas.

No lo podía creer. Mientras armaba las columnas para editar, comencé por el recordatorio póstumo de Doña Inés Fruto de Olivares, y advertí que más abajo, ocupando solo dos renglones, pequeño, casi escondido, debía colocar otro que decía: tus hijos naturales Juan y Ercilia hacen votos  para que tu alma penitente arda por toda la eternidad.

Sentí un escalofrío premonitorio al saber de ese hermano inesperado de la asesina. Moví cielo y tierra en el periódico hasta que comunicándose con la policía me proporcionaron la dirección de Juan. Él, al igual que Ercilia, tomó el apellido de su madre, la doméstica Ortiz. Cuando lo entrevisté para el artículo que vibraba en mi cabeza, me refirió con pesar y odio toda la historia de sus reclamos hacia ella, que los permitió bastardos. Así, olvidados en el testamento del promiscuo Olivares, fueron  condenados a una vergonzante pobreza.

Ahora que tengo el artículo completo, no sé qué hacer con él. Echo al fuego el periódico viejo y, mientras las llamas bailan ante mis ojos, en mi mente deja de ser noticia para transformarse en una triste historia de lujuria, locura y muerte.


Carlos Caro

Paraná, 13 de agosto de 2015

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14/9/15

Infancia



Cuando supe de la maravilla en sus ojos, del anhelo de su alma y de ese candor a prueba de inclemencias me encontré, sin remedio, preso de su imaginación.

Primero probé con la ciencia. Busqué un fino e incorruptible tubo de titanio, en la punta coloqué un led de una luz enceguecedora, lo alimenté con una minúscula pila y le adosé un detector de impactos que escondí en el hueco del otro extremo. Para mi sorpresa funcionó perfecto. Con un gesto de prestidigitador, le daba un pequeño golpe a los más diferentes objetos y la varilla refulgía un instante.

Tal encanto me produjo, que esperé ver salir al conejo en cualquier momento, de una taza o de un florero (por más que  busqué, no encontré ninguna chistera). Sin embargo, aunque entreví sus usos comerciales y una fortuna en puertas, no era lo que buscaba. Le faltaba algo…, el poder de los dioses, arcanos secretos o, cual genio, una Circe embotellada dentro. Pensé, pensé y pensé… ¡Eureka!, le faltaba la magia.

Las antiguas leyendas hablaban de ella de modo que visité otras bibliotecas. Olvidé la que había regido al mundo durante los últimos siglos y me adentré entre polvorientos códex y quebradizos rollos. Tuve que leer entre líneas lo que se le escamoteó a la inquisición. Fui adentrándome en antiguas eras, cambié extrañados Olimpos y creí encontrar la escurridiza piedra filosofal.

En tabletas de plomo, leí mil oráculos, y alucinógenos humos inspiraron otros tantos delirios. Poco a poco separé profanos conjuros de aquella antigua sabiduría que yacía enterrada en lo profundo de la psiquis humana y que tenían seguramente los primeros hombres.

Levanté mi cabeza con estupor. Tanto leer y estudiar para llegar a conclusiones tan lógicas como naturales. Me sentí engañado por la perfidia de los que extraviaron nuestro camino. Siglos de palabras amontonaron para esconder de mi corazón lo que éste intuía.

La magia es, está y forma parte de la naturaleza. Se encuentra en el planeta que interactúa con la flora y la fauna. El mismo que respira y se recicla, sin fin, más allá del efímero hombre. El que danza entre las maravillas del universo recorriendo paciente la galaxia. El que nace cada día con la gloria del sol y sucumbe cada noche con el beso de la luna.

El astro da luz y calor, crecen los verdes, se abren las flores y se despierta el afán. Cuando se pone, su reflejo se hace melancólico y blanco. Las mareas se levantan al encuentro de su compañera y el plancton fosforece entre las olas que reflejan su estela.

Esta es la sencilla verdad. Al alba, antes que me vea la rosa, le corto un gajo, le quito las espinas, la corteza y lo dejo recto y aguzado. Lo levanto, fervoroso, sobre mi cabeza y espero a que los rayos del amanecer lo iluminen y bendigan. Ya está.

Siento que la varilla está llena de poder y la guardo con cuidado para disimular su fulgor. Cuando la pequeña Lucia, de visita, me cuente entusiasmada que el padre de una amiga tiene una varita mágica, me sonreiré socarrón.  En una atmósfera cómplice, atrancando puertas y ventanas, le pediré que cierre sus ojos antes de mostrarle el resplandor de la que atesoré para ella. No hay nada que su toque extraordinario no logre cambiar, ya que embrujada por la luz, la nutren su infantil fantasía y un universo sin límites.


Carlos Caro

Paraná, 8 de agosto de 2015

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