Cuando era pequeño y
sin edad, el cielo era celeste y las nubes algodonosas. El sol en invierno era
una gloria y en verano más amable. Los padres y la escuela me educaban y,
tranquilo, aprendía. Lo hacía con el papel, e imaginaba desgastar las carillas
de tanto releerlas, quizás no se correspondían con el mundo real, pero
abarcaban y comprendían todo los saberes.
Los héroes y las fechas patrias tenían su día
y aún no vagaban por el almanaque al son del comercio. Los ricos no ostentaban
y los pobres no lo eran tanto. En la misma escuela, con el guardapolvo blanco,
todos éramos compañeros. En el aula, callados, pero en los recreos estallaban
las risas en los mil juegos en que participábamos.
Con los distintos, no
había escarnio o menosprecio, sus sobrenombres eran parte de la tribu y los
defendíamos con uñas y dientes. Nada parece más acertado y cruel que los apodos
que adjudican los niños. Pero provienen de su inocencia y de una cariñosa
malicia. Aún hoy sonrío feliz cuando alguno de ellos, cómplice, me llama así.
Los deportes eran para
compartir y los músculos solo un subproducto. Las victorias eran efímeras y tan
volubles que las celebraba a todas. La secundaría no me separó, sino que sumó a
otros amigos y, más importante, descubrí asombrado que muchos de ellos eran
mujeres y desde entonces me hechizaron. Sabias, por su naturaleza maduran antes,
y separan lo importante de lo intrascendente.
Tonto, inundado de hormonas, me seducían con
una sonrisa, con un parpadeo o con un beso robado. Novio para aparentar, más
que pavo parecía un gallo que, orgulloso, lucía sus plumas a fin de conquistar esa
imaginada femineidad.
Río al recordar como
bullía afiebrada mi fantasía. Se nutría de chismes susurrados, de revistas
prohibidas y de súcubos nocturnos. Tan ocupado estaba con ella que un día, sin
darme cuenta, recibí mi título de bachiller. El estruendo de los aplausos de
los parientes me hizo despertar a la realidad en aquella tarima. La fiesta de
graduación fue ambivalente, llena de felicitaciones, pero también de resignadas
despedidas por las inevitables separaciones.
Haciendo memoria creo
que en los meses siguientes terminaron, definitivas, mi infancia y
adolescencia. Sentí el sonido de un disparo en mi cabeza, como el que indica el
comienzo de una carrera, y cambiando de ciudad me adentré decidido en la
juventud.
Llena de estudios en
pos de la meta predestinada, me hice de tiempo para llenarla de nuevos e interesantes
amigos, de variados e infinitos libros y de ocasionales amores. Sin embargo,
nada me preparó para ella, nadie le
advirtió a mi corazón de esa arritmia enloquecedora o, a mi mente, de esa
locura que no se extingue.
Entonces comenzó el
amor, y pese a los años aún se mantiene. A veces, como rescoldo, viaja por las
escondidas raíces y otras, soplado por la pasión, se inflama y crece hasta el
mismo cielo. Crece… y sin importar qué, quema todo a su paso.
Influyó en mí la lejana
guerra de Vietnam, donde moría una juventud condenada y su música de rebeldía me
despertó. Me creí libre y nuevo al integrarme como participante en la sociedad.
Cayó el muro de Berlín y con él, la excusa social de los poderosos. El oro otra
vez fue becerro adorado, todo tuvo precio y la competencia se tornó
individualismo. Separado y solo por políticas y finanzas me he tornado débil, aunque
me creo iluso, fuerte y mejor.
Los polos se derriten,
pero el agua escasea, el humo del norte sube sin tregua, el agujero de ozono
crece y el planeta se calienta. La tierra vencida y yerma es roturada con
genética y venenos para producir más comida. Parte alimenta a millones y otra,
desperdiciada, hambrea al resto.
Cada día se extingue
una especie y temo… temo que la próxima sea la nuestra. Abatido, me sé perdido,
pues al mirar por la ventana el cielo ya no es celeste y las nubes ahora son de
smog. El sol, ya sin gloria, ha acortado los inviernos y castiga, inclemente, a
los veranos.
Con los años comprendí
que, sonámbulo, he sido parte de todo esto e inocente me siento culpable y por
eso, con enojo, seré un Quijote que
ataque a esos gigantes mientras enajenado grito: ¡No pasarán!
Carlos Caro
Paraná, 16 de julio de
2015